Éden, Éden, Éden, es un texto libre: libre de todo sujeto, de todo objeto, de todo símbolo: se escribe en ese hueco (ese abismo o esa mancha ciega) donde los contituyentes tradicionales del discurso (aquél que habla, el que narra, la manera en que se explica) estarían de más. La consecuencia inmediata es que a la crítica - ya que no puede hablar ni del autor, ni de su sujeto, ni de su estilo, ni puede ya nada sobre ese texto - , le hace falta “entrar” en el lenguaje de Guyotat: no creer, ser cómplice de una ilusión, participar de un fantasma, sino escribir ese lenguaje con él, en su lugar, firmarlo al mismo tiempo que él.
Estar en el lenguaje (como se suele decir: estar en el ajo): esto es posible porque Guyotat ha producido no una forma, un género, un objeto literario, sino un elemento nuevo (¿por qué no lo añadimos a los cuatro Elementos de la cosmogonía?); este elemento es una frase: sustancia de palabra que tiene la especialidad de una tela, de un alimento, frase única que no se acaba, de la que la belleza no viene dada por su “transcripción” (lo real a lo que se supone se refiere), sino por su soplo; cortada, repetida, como si para el autor se tratase de representarnos no escenas imaginadas, sino la escena del lenguaje, de manera que el modelo de esta nueva mímesis no es ya la aventura de un héroe, sino la aventura misma del siginificante: aquello que le adviene.
Éden, Éden, Éden, constituye (o debería constituir) una suerte de impulso, de choque histórico: toda una acción anterior - aparentemente doble pero en la que vemos cada vez mejor la coincidencia de Sade a Genet, de Mallarmé a Artaud - está recogida, desplazada, purificada de sus circunstancias de época: ya no hay ni Relato ni Falta (son sin duda la misma cosa), ya no queda más que el deseo y el lenguaje, no éste explicando a aquél, sino dispuestos en una metonimia recíproca, indisoluble.
La fuerza de esta metonimia, soberana en el texto de Guyotat, deja prever una censura fuerte que encontrará reunidos ahí sus dos pastos habituales: el lenguaje y el sexo; pero también esta censura, que podrá tomar diferentes formas, será inmediatamente desenmascarada por su propia fuerza:condenada a ser excesiva si censura el sexo y el lenguaje al mismo tiempo, condenada a ser hipócrita si pretende censurar sólo el sujeto y no la forma, o inversamente: en los dos casos condenada a revelar su esencia de censura.
Sin embargo, no importa cuáles sean las peripecias institucionales, la publicación de este texto es importante: todo el trabajo crítico, teórico, será sobrepasado sin que el texto cese jamás de ser seductor: a la vez inclasificable e indubitable, nueva referencia y punto de partida de escritura.
Roland Barthes