pynchon tartar

pynchon tartar
* 7 VÍDEOS PROMOCIONALES PARA Thomas Pynchon. Un escritor sin orificios

miércoles, 31 de marzo de 2010

Sobre los prólogos más feroces.



Imagino que el prólogo, como el poema, puede volverse en un segundo, repentinamente, todo lo contrario a Eureka.

Después no he seguido demasiado a Jorge Riechmann en su poesía. En mi archivo sentimental encontraríais pocas más referencias que las marcas -repasadas por un decenio- que me hizo en la educación (por nombrar una parte bella de mi cuerpo) con el prólogo a su traducción del libro de René Char, La palabra en archipiélago.

O el uso de ese prólogo provocó estas marcas educativas. Como queráis.

No he sabido seguir la poesía en general. Existen unas circunstancias médicas por las que yo no puedo recapacitar y entender algo en un poema; no es falta de pulso o concentración (siempre llevo esos justificantes conmigo para frenar las ejecuciones morales que puedan alzarse en amables, muy amables, seseras). Yo que he descubierto la cualidad AOR en el Auster tardío y en el Auster primero, y en parte de la obra intermedia de Auster también, éste mismo que os digo, no ve en un poema más que la plaquette inestable –un día os escanearé mis papeles del médico, insisto-: generalmente pierdo el tiempo más rentable de la lectura en el estudio de mucha perspectiva interna o externa: en nada. Busco los adjetivos cardinales de un texto, pero para mí, al cabo de la jornada, el fragmento poético es siempre:

your ouija board spelled/spelt ouija board

Hay una especie de prólogos y de poesía que se come su propio exoesqueleto, su muda (que siempre le será más nutritiva que la muda de otro texto extraño a su cuerpo, por muy orgánico que éste se diga). Piel cambiada. Estructura mínima coloreada apenas.

¿Cuántas veces un fragmento no será otra cosa que el abono futuro de otras palabras, de aciertos más potentes? ¿Cuántas veces no lo ha sido, no lo viene siendo? La influencia. Llámalo angst y quédate contento.

A mí me importa que el prólogo y el poema sean el resultado de un trabajo parecido.

No se puede decir que los prólogos feroces nunca lo sean conscientemente, porque se mueven contaminados por la obra que preceden, que traducen a veces en una destilación. Pero el fervor puede pervertirlos con el argumento de que será sólo un instante. El tono hiperbólico de la condensación es a veces el del predicador que arrastra al paralítico por el estrado y que, cuatro horas más tarde en su camerino de predicador, seguirá convencido de que ha curado a un hombre por la palabra.1 Seducidos por la brevedad. Fuga.

Hay prólogos que merecen prólogos, lo que exigiría quintaesenciar aún más. El de Riechmann yo lo introduciría con sólo dos palabras triunfales de descubrimiento (imaginad cada uno por vuestra cuenta también la música, por favor):

Notung! Notung! 2

(Lo habéis hecho muy bien). Y eso basta.

__________________

1 "Más que suficiente para aprender que la voz molesta, que una boca abierta, arrastrando palabras, es un acto sucio, inactual”; Iván Humanes, sobre Museo de la Novela de la Eterna.

2 http://www.youtube.com/watch?v=5udi9E4NJ7U&feature=related

miércoles, 24 de marzo de 2010

Adiós a Pynchon. Aburrir necesariamente, aburrir innecesariamente. Espectáculo raro 3.



Gloria. Podéis ir en paz. A estas alturas ya sabemos que cuando terminamos la lectura de novelas contemporáneas –y por supuesto esto es extensible a toda otra manifestación que se os ocurra- no nos levantamos y nos vamos en paz. La mayoría de las veces aquello ni siquiera se puede decir que haya acabado. No voy a hablar de finales. Sólo quiero poner un asterisco aquí y decir que por mi cabeza siempre pasa en ese momento aquella pieza que no sabría localizar (esto y otras cosas menos divertidas de ver han hecho las lecturas desordenadas conmigo) de Klopstock sobre la improvisación, sobre la frase o el discurso de genio empezado sin saber muy bien a donde se dirige, en qué irá a parar, sin que la opinión o la tesis que se va a apoyar sea lo crucial de toda la elaboración del texto o del habla, del texto de camino al habla (cito humildemente, Heidegger pasa por mí como suero fisiológico, no tengo capacidad para absorber apenas un nutriente del ser ahí). Algo parecido, esa indecisión momentánea, les sucede a los bombarderos. Me consta.
Dicho todo esto, no quiero aburrir más, concluyo: no se nos quiere con la guardia baja. Eso es lo loable, ¿no? Eso sí debe ser interacción, espera de respuesta, esgrima. Me consta, decía: como bombardeado[a].

El autor duro, el autor de carácter, el que viene de violentas caídas y, digo más, de violentas caídas anteriores, cree en un lector ficticio capaz de tragarlo todo:

volarás del dolor al deber.

Tragar como Ernest Pudding traga el excremento de Katje en El arco iris de gravedad[b].

Aunque éste es mi testimonio, el de quien ha vivido el entrenamiento para la comprensión y muy probablemente no la comprensión. Para completar eso os quiero aquí, para eso os he llamado. Porque los animales nos espantamos siempre de la misma locura de la luz. Pynchon es mi pretexto para insultar a Pynchon (a lo que me dispongo, para lo que he convocado este poco de miseria aquí): la luz en mi familia es un recuerdo genético de antepasados (dejadme decir mejor antepasardos) que oyeron hablar de alguien alcanzado por el rayo (a mí me gusta pensar que esa historia también sería apócrifa).
Lo que querría oír es la honrosa rendición[c], la fonética resignada: ei ssörrender.
Para evitar una cierta sepultura en respuesta a lo dicho, referiré –no quiero que digan que no apoyo mis afirmaciones con autoridades- la parábola súbita de una amiga –los amigos son mi autoridad, no podríais refutar eso con coherencia- que interrumpió una sesión de fotografías pornográficas silbando precipitadamente:

¡sácala, la he sentido demasiado blanca!

Hecho real. Ya hemos dicho que Pynchon no hace un poema, que su texto no es un ajusticiamiento: si Pynchon cede a nuestras peticiones, si renuncia a eso, se estaría jugando su propia diversión. La Oscuridad bien conservada en Institutos de exceso. En fuertes.
________________

[a] “(…) la superación del problema psicológico de cómo mantener despierto el interés de las tripulaciones por su tarea, a pesar de su carácter abstracto (…)”; W. G. Sebald, Sobre la historia natural de la destrucción; Anagrama, Barcelona, 2003, p. 73.
[b] “(…) pero aprieta valientemente los dientes. Pan que sólo hubiera flotado en las aguas de algún retrete, sin ser visto, sin ser probado (…)”, Tusquets, Barcelona, 2002, p. 356.
[c] p. 348. del mismo; y

So, my darling, please surrender
All your love so warm and tender
(Surrender, Elvis Presley).

viernes, 19 de marzo de 2010

Pynchon. Contra la coraza tibia (2).




¿Se le puede pedir cortesía, la más elemental cortesía? No sé cómo decirle adiós a Pynchon, pero no veo qué otra salida queda. ¿Le pediremos que ande entre sus fórmulas algo que suene a licitar, o que suene a un endurecimiento de las penas menor? ¿Que sea más considerado? Quien peor nos quiere nos enviará a preguntar a Bernhard sobre la amabilidad en el arte, por nombrar una sola esfinge no colaboradora. Pero seguramente la intención del que nos ocupa aquí es de ser menos inaccesible: entre las páginas 244-247 de El Arco Iris de gravedad (manejo la ed. de Tusquets de bolsillo, 2002) hay toda una sección de entrenamiento, ¿recordáis?, de preparación para la dificultad que se nos echará encima en cuanto avancemos algo más.

O así quiero leerlo yo. Es justo antes de que Peter Sachsa se ponga en contacto con Rathenau en una sesión de espiritismo (en la que el mensaje claro terminará siendo

Hablar de causa y efecto es historia secular, y la historia secular es una táctica diversionaria (…) ¿Cuál es la verdadera naturaleza de la síntesis? (…) ¿Cuál es la verdadera naturaleza del control?

, no está de más decirlo): yo leo (1) una promesa de premio a nuestro esfuerzo:

Ella trató de explicarle cómo es el nivel que se alcanza cuando uno está metido en ello de lleno; entonces el miedo, lo pierdes por completo, has superado el momento deslizándote perfectamente en sus metálicos surcos (…),

seguida de una falsa meseta de narración o posibilidad de la narración que se esfumará enseguida, aunque yo quiero ver ahí otra advertencia (2):

Éste era el tipo de reminiscencias propio de Franz; no incluían personas, sino formas de energía, abstracciones… (el autor sí utiliza, en cambio, las dos formas de notificación y las multiplica por la técnica del despiste).

El hecho es que se nos prepara para más exigencia.

Esto no pasa en La muerte de Virgilio –no hay dificultad progresiva- como no tiene obligación de hacerlo Pound en un poema o Valéry en su Monsieur Teste por la misma razón que Pound. ¿La Facilidad es para después de rendirse? Volveremos sobre esto luego.

Todos los proverbios para paranoicos nos son aplicados a medida que entramos en V o El Arco Iris. Cuando se habla de radiointerferencias, yo sé que Pynchon habla de mí, de mi incapacidad lectora. No hay un momento en sus novelas que deje de ser una apelación continua a qué clase de lector quiere Thomas Pynchon para sí mismo. Sí se dice quién es Pynchon (para poder decir qué clase de lector quiere). Cuando aparece la idea de una pintura que cristaliza en formas geométricas o la simple mención de la palabra coordenadas, sabemos que estamos viéndolo de cerca.

Adonde quiero llegar: esa clase de –ahora se oye mucho esta palabra- preaviso del desafío no es tan común. No se nos prepara para el culebreo épico de Virgilio transportado (sí, transportado, amigos) en una silla de mano por porteadores a las órdenes de Broch y, desde luego, no hay facilidad en Arno Schmidt,

me deslicé, con cansina elegancia, al estilo Dueño del Mundo, hacia la curva;a

por hablar de las limitaciones e impotencias propias (no me he rendido aún, descuidad). Desde luego, el autor duro no ha puesto demasiado a menudo una advertencia de piragüismo espiritual –muchas décadas antes de que se forjara siquiera la primera medalla de piragüismo espiritual, no hace falta decirlo- para facilitar nada. Y algo de negro instinto, declaro, habrá en ello.

Llegará quien se toma el aviso como una invitación al duelo, no estando esto tampoco fuera de lugar, porque el que no se conserven fotografías de Pynchon vomitando a los tibios no significa que Pynchon no vomite con gusto a los tibios (entre los que uno nunca puede estar del todo seguro de no contarse). ¡Bienaventurados los ofendidos! –siento adoptar este tono más de Samantha Fox que de Jeremías, pero se me perdonará por el bien que me hace y que nos hace a Fox y a mí mismo la profetización desde podio (¿no os recompensa ver lo radiante que se nos pone la cara con la ira? ¿es que no tenéis críos o empatía?)-, bienaventurados, digo, los ofendidos, porque la lectura óvida a terminado ya para ellos. Gloria.

__________________________


a. Arno Schmidt, Leviatán. Espejos negros, Minotauro, Barcelona, 2001, p.53.

b. diríjanse las albricias en cuanto al retoque de la fotografía del artículo a Alfonso Rodríguez Barrera:




domingo, 14 de marzo de 2010

Ceronetti. Un enema de champán.




Espineta. Recitativo. Así empiezo:

El silencio del cuerpo, Ediciones Versal, 1986, traducción de J. A. González Sáinz.

(Inscripción a lápiz en el interior) PVP, 885/ grupo 09/02/1987. Después de cruzar alguna mirada de entendimiento con el dependiente de la librería C en la calle Mallorca –mi Wordsworth Dictionary of Anagrams jugando un papel importante en la persuasión- convinimos en que algunas de esas cifras formaban el precio del libro (parecía demasiado barato, era –pausa dramática orientativa- el año 1998). (Entra melodía).

No fue del todo un hallazgo casual, pero la verdad es que no recuerdo de dónde saqué en aquella época la referencia para esperar –si no buscar- a Ceronetti. En cualquier caso, éste es el libro que me enseñó todo lo que sé de medicina, quesos, franqueza, obstrucciones y obliteraciones (no son lo mismo), alegrías e infecciones (no son lo mismo), excesos o ceremonias (misma cosa) –convocando urgente pie de página con el éxito de Alejandro Sanz en torno a la mismidad; háganlo ustedes por mí.

Lo sagrado. Eso, aprendido. Pero para revelar del todo cuál es mi autoridad cuando hablo de Ceronetti y no llevarles a engaño, copio:

El excremento, mientras está en el cuerpo, es aceptado, no está separado de la unidad del microcosmos; aislado horroriza y repugna, por el olor del alma desnudada y anónima que exhala (p. 46).

y yo añadía al margen en letra de joven estudiante –han pasado once años- Kristeva-Artaud (¿). Que ellos dos me perdonen: ésta es toda mi autoridad hoy, la de la confusión en la relectura, la de la pérdida de toda seguridad en si alguna vez entendí algo. Volveré a empezar.

Por suerte, éste es el libro perfecto para eso; se habla mucho del fermento, que se corrompe, finaliza y recomienza. Yo ahora no dejaré que mi lengua se vaya a decir cosas que no conoce demasiado porque terminaría por confundir a Ennio Flaianno con Morricone en alguna reflexión (ya saben, la reflexión es un transformer) y me pondría más aún en evidencia. Les digo que busquen la edición encontrable del mismo libro, la de Acantilado (2006) porque, ¿cómo puedo convencerles ahora que saben por dónde se me fugan los gases? porque está escrito con el aliento de Rabelais en la boca de Voltaire. Que la boca del último estuvo vacía y enferma casi toda su vida madura debería convenceros (me disculpo, abandono el usted) de que el aliento combinado de Rabelais es más penetrante que, bueno, cualquier otro escritor que se os ocurra de los que tienen dientes. Ceronetti ha esperado a que el aliento inflame la lengua y crezca dentro la palabra por fuerza musculosa.



Dice un anuncio estos días: “¿qué tres cosas te gustan de mí”? Con Ceronetti hay conveniencias que no sirven. No se puede afirmar como en el spot (cito propaganda, cito autoridad, queridos, más o menos queridos, amigos) “seguro que no son mis pérdidas de orina”.

Con Guido Ceronetti, como con Céline, con Sade (bombones de cantárida), con Isidore Ducasse, con Arrabal (qué sé yo si esta referencia es impropia, damas y caballeros, admito correcciones y vergajazos), cuando menos te lo esperas, ya tiene las manos sucias otra vez, de hongos o de filantropía. La peste en Manchuria, ¡qué paz! creo que decía en otro libro. Ninguno de los escritores citados se arregló la boca como hizo Amis. No hay quien arregle esas bocas.

Se sabe que el escorbuto cambió la manera de pronunciar de Voltaire. La lectura de Ceronetti ha cambiado mi dicción también desde 1998. Dice su traductor, José Ángel González Sáinz en nota introductoria:

He optado por ceñirme al texto de Ceronetti y no suavizar ni el ritmo entrecortado ni las construcciones latinizantes sino, por el contrario, respetar sus tecnicismos, neologismos o dobletes cultos y aspirar a no estorbar por lo menos la contundencia lírica y conceptual de muchos pasajes, aun a sabiendas de las dificultades de comprensión que todo ello comporta y de la a veces abrupta sequedad de una lectura cuyas recompensas no habrá nunca que buscar en todo caso en la facilidad.

El traductor contaminado, me gustaría tanto preguntar a Javier Calvo de qué manera puede afectar al escritor toda esa reelaboración.

Por eso una premisa del libro es el Cantar de los Cantares (del que Guido Ceronetti ha sido traductor) y, por la misma razón aducida entre los paréntesis, inevitablemente lo debe ser Catulo. No se levanten si no ordeno bien mis frases, por favor, he descubierto que todo queda siempre más claro si pasan lo que digo por Babel Fish. Bien. Están en su derecho. Adiós, señora. Los que ya se han marchado en este punto se encontrarán de nuevo con la misma irreverencia en sus casas si abren El silencio del cuerpo, donde se respeta sólo a las fuerzas que se llevan el cuerpo, más aún si se lo llevan sin pulcritud, con maneras llenas de tonalidades y perfumes y entrañable dolor, o a las que lo traen a la vida a través de parecidas formas de miseria menos disimuladas a cada generación. No se escandalicen, no os escandalicéis, los hombres de verdad damos a luz bajo el agua.

No digo nada nuevo. Después del género ebay de precios y características con el que he empezado estas consideraciones en voz alta, no digo nada nuevo. Pinocchio y Manganelli, les digo. ¿No? En cualquier caso, disculpen tan fea bahía.

Quiero agradecer a Días Contados la edición de Pequeño infierno turinés ( ISBN 13: 978-84-937021-1-3 )