pynchon tartar

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* 7 VÍDEOS PROMOCIONALES PARA Thomas Pynchon. Un escritor sin orificios

sábado, 15 de mayo de 2010

ÉDEN, ÉDEN, ÉDEN: ROLAND BARTHES: aquello que adviene al significante.


Éden, Éden, Éden, es un texto libre: libre de todo sujeto, de todo objeto, de todo símbolo: se escribe en ese hueco (ese abismo o esa mancha ciega) donde los contituyentes tradicionales del discurso (aquél que habla, el que narra, la manera en que se explica) estarían de más. La consecuencia inmediata es que a la crítica - ya que no puede hablar ni del autor, ni de su sujeto, ni de su estilo, ni puede ya nada sobre ese texto - , le hace falta “entrar” en el lenguaje de Guyotat: no creer, ser cómplice de una ilusión, participar de un fantasma, sino escribir ese lenguaje con él, en su lugar, firmarlo al mismo tiempo que él.

Estar en el lenguaje (como se suele decir: estar en el ajo): esto es posible porque Guyotat ha producido no una forma, un género, un objeto literario, sino un elemento nuevo (¿por qué no lo añadimos a los cuatro Elementos de la cosmogonía?); este elemento es una frase: sustancia de palabra que tiene la especialidad de una tela, de un alimento, frase única que no se acaba, de la que la belleza no viene dada por su “transcripción” (lo real a lo que se supone se refiere), sino por su soplo; cortada, repetida, como si para el autor se tratase de representarnos no escenas imaginadas, sino la escena del lenguaje, de manera que el modelo de esta nueva mímesis no es ya la aventura de un héroe, sino la aventura misma del siginificante: aquello que le adviene.

Éden, Éden, Éden, constituye (o debería constituir) una suerte de impulso, de choque histórico: toda una acción anterior - aparentemente doble pero en la que vemos cada vez mejor la coincidencia de Sade a Genet, de Mallarmé a Artaud - está recogida, desplazada, purificada de sus circunstancias de época: ya no hay ni Relato ni Falta (son sin duda la misma cosa), ya no queda más que el deseo y el lenguaje, no éste explicando a aquél, sino dispuestos en una metonimia recíproca, indisoluble.

La fuerza de esta metonimia, soberana en el texto de Guyotat, deja prever una censura fuerte que encontrará reunidos ahí sus dos pastos habituales: el lenguaje y el sexo; pero también esta censura, que podrá tomar diferentes formas, será inmediatamente desenmascarada por su propia fuerza:condenada a ser excesiva si censura el sexo y el lenguaje al mismo tiempo, condenada a ser hipócrita si pretende censurar sólo el sujeto y no la forma, o inversamente: en los dos casos condenada a revelar su esencia de censura.

Sin embargo, no importa cuáles sean las peripecias institucionales, la publicación de este texto es importante: todo el trabajo crítico, teórico, será sobrepasado sin que el texto cese jamás de ser seductor: a la vez inclasificable e indubitable, nueva referencia y punto de partida de escritura.

Roland Barthes


sábado, 8 de mayo de 2010

PIERRE GUYOTAT: ÉDEN, ÉDEN, ÉDEN.




(Primero de los tres prefacios escritos por Leiris, Barthes y Sollers, respectivamente, para la edición de 1970 de Éden, Éden, Éden. La traducción es mía).

Dicho tres veces, como para mejor hundir el clavo, la palabra “edén” anuncia – desde el umbral del libro – que no es un infierno (no más, por otro lado, que un paraíso) lo que Pierre Guyotat se propone hacernos visitar.

Muchos lectores se sentirán repelidos por lo que semejante libro tiene de abrupto y (si quieren) de chocante, vistas las reglas del saber vivir literario a las que nuestra sociedad está sometida, salvo contadas excepciones. Pero ¿no es justamente por su absoluta falta de concesiones – sea a un lado o al otro – que una obra así deja marca sobre la casi totalidad de la producción de hoy en día?

Maníacamente, estimarán los más severos, el autor sigue su idea o, al menos, se compromete a fondo en el infinito de un discurso que no pretende demostrar nada, no busca “narrar”, sino que se dedica a mostrar o, más exactamente, a hacer caer en una trampa al lector por medio de una rendición de cuentas minuciosa, que evidencia en Pierre Guyotat – no importa qué opinión podamos tener de su obra – cuando menos una capacidad de alucinar que sólo alcanzan muy pocos escritores.

De este texto, en el que la nota casi exclusiva es un erotismo exacerbado, de estas cartas puestas sobre la mesa hasta el punto de parecer tan sórdidas como una muestra de pruebas incriminatorias en el despacho de un magistrado o de un policía, está claro que se desprende una poesía sin complacencia. Esto es debido a que las cosas se toman de un modo al que le son extraños los matices psicológicos y que uno no puede siquiera calificar de “biológico” (lo que sería bastante restrictivo y correría el riesgo además de sugerir un vitalismo cercano al panteísmo), modo que es, en realidad, el de un contacto puro y desnudo – exento de interpretación oculta – con los cuerpos vivientes y con los objetos fabricados que constituyen sus cáscaras o sus apéndices.

Puestos en juego de manera equivalente (o poco le falta), seres y cosas, en efecto, se dan aquí nada más que por lo que son en la realidad estricta de su presencia física, animada o inanimada: hombres, bestias, vestimentas y otros utensilios lanzados en una mezcla de alguna manera pánica, que evoca el mito del edén porque éste tiene manifiestamente por teatro un mundo sin moral ni jerarquía donde el deseo es rey y donde nada puede ser declarado precioso o repugnante.

Poesía implícita que deja paso a veces a una poesía explícita: momentos en los que, bajo el magma que sólo agita la búsqueda de saciedad que lleva a cabo cada uno de los protagonistas, una palabra humana se hace día, tanto más emocionante cuanto parece emerger – como por un milagro – de una capa de existencia donde cualquier palabra es abolida.

Michel Leiris