«Resulta difícil precisar a partir de qué momento el
auditorio debió rendirse ante la evidencia de que el gran cantante no estaba en
su mejor día y que se mostraba lamentablemente inferior a su reputación. […]
Parecía que Molieri se hubiese propuesto infundir poco a poco la duda en el
seno de su auditorio, después de sembrar la discordia trastornando sus juicios
mediante una estudiada dosis de las mayores proezas vocales y de los errores
más intolerables hasta el momento en que, pasando decididamente a una actitud
de provocación y de pura rabia, daría el gran golpe que pondría unánimemente a
la sala en su contra. Fue así que en el primer acto se limitó a deformar cada
vez más groseramente el estilo, el carácter de su personaje, al que convertirá
en un hermano gemelo de Leporello, una especia de bufón libidinoso, un pícaro
ramplón y cruel, un canalla desprovisto de escrúpulos y que nunca alcanza la
conciencia del pecado. […] hará que Don Juan descienda gradualmente hasta el
nivel más bajo de la abyección, donde el crimen no se cubre con ninguna
nobleza, ningún coraje y sólo puede inspirar asco. […] y luego cada vez más
francamente va a introducir e instalar la convención dentro de lo que no era
más que pura invención, adornando las arias más célebres con florituras y
realizando incluso vocalizaciones que apenas se juzgarían legítimas. […] pero
en las últimas escenas del Cementerio y del Convidado de Piedra, impotente para
reducir una música cuya grandeza torna incorruptible, para terminar, no vacilará
en usar la única arma de la que todavía dispone: desafinará, desafinará hasta
hacer llorar a los sordos.»
(«Los grandes momentos de un cantante», p. 50-51, en La habitación de los niños, Louis-René
des Fôrets, El cuenco de plata, Buenos Aires, 2005; traducción de Silvio
Mattoni)
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