
Extracto de «Admirar antes de leer», Luis Borrás en Aragón Literario:
foto: Alejandro Herrero Casajús

Dicen Jekyllandjill Editores - 09:48 -
En este mismo instante, bien contentos, los libros «Doppelgänger, ocho relatos + bonus track» van derechitos camino de la distribuidora.
[…] Como en tantas otras ocasiones, los términos Infinito, Perpetuo e incluso Documental son poco más que exageraciones, lenguaje de B.O.E. Desde luego, no hay trabajo interminable porque no hay trabajador inmortal. Es decir: después de la Conservación Documental no hay otra cosa que una de esas maquinarias compradas a un matadero de aves y que consiste en la unión de conocimientos del ámbito de la robótica y del ámbito de la distribución cárnica: unas tijeritas que se introducen con prisa —con renuencia mecánica casi— en la boca de los interrogados y quién sabe lo que hacen allí dentro, porque apartamos la mirada.
El final macabro está justificado en el caso de estos tres actores que han interpretado desde 1999 hasta 2002 a todos los personajes que aparecen en su show. Porque esa maquinita parece, de hecho, concebida por cualquiera de ellos. Las historias que se narran a lo largo de dieciocho episodios tienen su origen en un The Wicker Man releído en clave cómica: el pueblo del norte de Inglaterra en que se sitúa la acción, Royston Vasey, está habitado por sujetos carnavalescos que esconden siempre una faceta enfermiza bajo una dimensión malsana, con un matiz ridículo excesivo: el punto en el que un hombre estaba a punto de ser o gracioso o estrafalario y se vuelve repentinamente terrorífico, anómalo (el que lanza a un bebé a lo alto / el que lanza a un bebé demasiado alto). Mientras caminamos por las localizaciones del pueblo real de Hadfield (Derbyshire) le preguntamos a Shearsmith qué les llevó a decidirse por la aplicación de risas enlatadas a un espacio de entretenimiento tan ambiguo. Nos contesta disfrazado de Bernice Woodall, la reverendo andrógina de dientes-cápsula; se esfuerza en utilizar su propia voz, pero el personaje lo transporta y responde por él perforando aquello que Reece Shearsmith tuviese pensado expresar por ella: «La técnica es la de un guiñol infantil simple: dos manos metidas en dos calcetines, con la novedad de que uno de los calcetines se tira a por la otra mano, que en ese punto no es más que una indefensa mano, y la descuartiza. The League of Gentlemen quiere ser ese calcetín caníbal, esa mano partiéndose entre los dedos de su otra mano y, a la vez, los gritos de dolor heroico del performador del espectáculo.»
Alfonso Rodríguez Barrera (1978, Cerdanyola del Vallès), licenciado en Bellas Artes por la Universidad de Barcelona. Se ha especializado en trabajos murales: en el ámbito de los mosaicos junto a Dolors Simò y en pintura mural artística y decorativa con David Abrams.
Es responsable de las últimas portadas de Ediciones Alfabia (Zamiatin, David Vann, Koltès, Michon, Teru Miyamoto, Söderberg). En estos momentos colabora con el Departamento de Química analítica de la UB en un estudio de técnicas de análisis de obras de arte, prepara un relato ilustrado con el título «La caza de los Pfitzner» y comienza diversos proyectos de animación que veremos en 2011. Su boxeador preferido es Diego Rodríguez de Silva y Velázquez. Es el ilustrador de Thomas Pynchon. Un escritor sin orificios. Su web puede visitarse aquí.
Un breve adelanto de las memorias de Manuel Troyano
Miguel Serrano Larraz
Editorial Eclipsados 2007, Zaragoza (creo), 75 pp.
Lo debo todo. Esto ya lo sabíamos en Célinegrado. Lo debes todo. Pero, también lo debo todo a libros no leídos. Esto sólo lo sabíais vosotros. Si una de nuestras obligaciones (en Célinegrado) es tener siempre presente a Sterne, Quevedo y La lozana andaluza, —«y los franceses, y los franceses». Ya, esta gente ya está enterada de esto. Y los franceses— ahora, digo, añadimos a la gente convocada en el acto de escribir a Miguel Serrano Larraz, por culpa de Un breve adelanto de las memorias de Manuel Troyano. ¿Conocéis algún restaurante recomendable para bodas, bautizos, confirmaciones y convocatorias mediúmnicas de escritores por parte de nuevos autores en train de escribir? Hacédmelo saber.
No quiero extenderme en la sinopsis [Manuel Troyano redacta el libro que estamos leyendo: habla desde la fama conseguida: habla de cómo decidió ser escritor, de cómo advirtió que existían malos escritores con éxito: su historia stalker con Javier Tomeo: nos advierte de la arbitrariedad de su libro, un encargo con unas condiciones muy concretas (extensión, iteración de la palabra «tetas», destinado a una revista del corazón)] porque esto no es una reseña, esto es una interjección admirativa.
A los temas de la fama, el ser público y la autobiografía, Serrano Larraz suma un motivo que todavía no nos atrevemos a desarrollar en nuestra casa y menos aún a mostrárselo a nuestra editora: el de la vocación. Así que dejamos que hable Troyano por esa boca superpotente, que no sabemos quién alimenta, quién la llena de Lentejas de Poder, de Lentejas de Fuerza, diríamos, igual que la levadura, ¿no es la vocación la más brutal de las levaduras, Miguel, el fermento bestia, que coloca e hiperfeta las dos esponjas que imagino en el interior de nuestro cráneo (cráneo, «écran» en francés ficiticio, la más útil y efectiva de las lenguas)?
Manuel Troyano, que ha decidido ser escritor, entiende un día que sería conveniente también hacerse lector: «[…] resolví aposentarme en el optimismo, nicho de cadáveres enormes para la historia. […] en el fondo del meollo habitaba el defecto de mi incultura literaria» [p. 44].
Se inicia entonces una fantasía que a mí me parece húmeda y francamente sexy, más metalizada aún que el semen (dicen los comedores y comedoras de semen, apuntad con ese dedo a otro. Yo leo, no tengo tiempo de mirar nada tan de cerca, de verdad. De verdad). Creo que Gimferrer era el que usaba la expresión «leer como un salvaje». Esto decide hacer Troyano: «Me recluiría, velaría las armas, me depuraría, me haría digno de lo público». Hará aquello con lo que todos fantaseamos cada mañana: abandonarlo todo, leer, y VOLVER MEJORADO. ¿Qué nombre recibe esta fantasía? ¿Por qué nos golpea desde la infancia? ¿Por qué nos pasamos la vida esperando una enfermedad certera, profesional, que nos deje casi intactos y preparados para… Seamos sinceros, dos de cada diez interrogados responden que, en el caso de disponer de una máquina del tiempo (¿y por qué una máquina, por qué no una «vaselina con base acuosa del tiempo»?) pulsarían el PAUSE y dedicarían veinte años de PAUSE a prepararse, a überprepararse o repararse. No se sabe para qué. En general, no se sabe para qué; en general, cada día se sabe menos para qué.
Me pierdo. Ya. Bueno, Miguel Serrano Larraz le da vueltas por medio de su protagonista al paso siguiente a la escritura: la búsqueda del mecenazgo, la editorial, la busca de la Fe, que es busca de la Fe de otro en ti. Vas listo. Sé que es casi frivolizar, pero me gusta hacer esa lectura de Un breve adelanto… como si fuese la reducción enigmática de una historia editorial.
En la conclusión (im Abendrot), la primera experiencia de la Fama de los otros:
«Todas aquellas caras, no eran caras (por así decirlo) de gente, sino otra cosa. Se trataba de ese tipo de caras que uno conoce sin haber visto nunca su carne. Caras que se fotografían para aparecer en los periódicos, o que se filman para aparecer en las pantallas. […] Y se mostraban tal como eran, de chicha y cuesco, mismamente iguales que usted o yo.» [p. 64-65]
En otro momento, cuando os vaya bien, hablamos también del lenguaje utilizado en este libro.
Lo que leeremos —nos previene Papini— es un conjunto de impresiones escritas a modo de diario por un hombre que ha conocido en un manicomio y que responde al nombre de Gog. Goggins, en realidad. Un magnate americano de extracción y actitud selváticas. La elección del apócope no es casual: Gog (el señor de Magog, para aquellos que se descargaron el último capítulo del Apocalipsis de Juan) debe interpretarse como «enemigo de la raza escogida de Israel» y, por extensión, como verdadero enemigo, un sentido que sigue correteando hasta desfigurarse en verdadero demonio. Esta naturaleza exagerada del personaje se acentúa a medida que nos familiarizamos con estos carnets de viaje y opinión, un anecdotario que Papini dice haber recogido de manos del tal Gog, «un montruo que debía tener más de medio siglo, vestido de verde claro. Alto; no tenía un solo pelo en toda la cabeza: sin cabellos, sin cejas, sin bigote, sin barba. Un informe bulbo de piel desnuda, con excrecencias coralinas».
Gog debería ser la marca del disolvente químico más poderoso del mundo.
Gog es una crónica de gente encontrada en el camino, sin aprendizaje, sin Wilhelm Meister, sólo relativismo, constatación de impropiedades humanas rebozadas y poco después fritas en sarcasmo. Sin embargo, no se pierden de vista en todo momento los conceptos de progreso y bienestar, aunque sea para que Gog los desprecie. Hay, debajo de todo esto, una búsqueda del hombre mejorado, una simpatía por una naturalidad bajo la definición especializada de Sade o Ceronetti.
Igual que en El diablo cojuelo, se destapan en estos capítulos las miserias de una etapa ridícula de la Historia. La suma de sus folios debería sacarnos de la gran equivocación de creer que “protagonizamos una de las grandes épocas de la humanidad” [p.99]. Un fustazo en la cara de la era moderna (a tener en mente: Papini apoyó, prestigió y desprestigió a partes casi iguales el futurismo: así, sin demasiado orden).
Cualquier noción que tenga el carácter de humano está aquí siempre relacionada con la reforma o con la destrucción: el arquitecto que considera absurdo insertar un edificio nuevo en una ciudad construida con anterioridad (“¿Imagina usted un poeta moderno que quisiera introducir un verso suyo en medio de un canto de la Ilíada?”), el propio sueño cumplido de Gog de comprar (importante) y arrasar una gran barriada en la que deja recuperarse de nuevo a la vegetación: “La ciudad ha sido abofeteada, la naturaleza ha sido vengada”. Este demonio crítico y pelón testimonia el esfuerzo grotesco del hombre por construir realidades mediante un uso práctico de su arrogancia. Creo que, en diferentes escalas, podemos decir que sucedía lo mismo en El jardín de los suplicios de Mirabeau, en el Saló de Sade, en La Eva futura o, a su manera, en aquel «Hombres salmonela en el planeta porno» de Tsutsui. No me importa si entendemos hombre como el autor o como el hombre dentro de la ficción de cada obra aludida.
Hay algo, sin embargo, que facilita de verdad un uso eficaz de la propia arrogancia: la posibilidad de disponer de una cantidad enorme de dinero, «el más espantoso instrumento de creación y destrucción del mundo moderno». Gog suelta una hermosa suma prácticamente al final de cada uno de los cuadros que forman su manuscrito.
Gente de Célinegrado: el dinero se transforma más que la energía, destruir dinero es delito (lo he visto en alguna película americana), es un resumen del universo humano, la muestra más grande de nuestra creatividad, cada billete contiene un premio, no hay moneda indefinida, cash fluctuatio, ora pro nobis. Somos dinero imposible de matar.
Me he perdido, en un rato vuelvo a intentar explicarme. Sé que no estaréis aquí, pero descuidad, tengo el número de vuestros móviles.