(Primero de los tres prefacios escritos por Leiris, Barthes y Sollers, respectivamente, para la edición de 1970 de Éden, Éden, Éden. La traducción es mía).
Dicho tres veces, como para mejor hundir el clavo, la palabra “edén” anuncia – desde el umbral del libro – que no es un infierno (no más, por otro lado, que un paraíso) lo que Pierre Guyotat se propone hacernos visitar.
Muchos lectores se sentirán repelidos por lo que semejante libro tiene de abrupto y (si quieren) de chocante, vistas las reglas del saber vivir literario a las que nuestra sociedad está sometida, salvo contadas excepciones. Pero ¿no es justamente por su absoluta falta de concesiones – sea a un lado o al otro – que una obra así deja marca sobre la casi totalidad de la producción de hoy en día?
Maníacamente, estimarán los más severos, el autor sigue su idea o, al menos, se compromete a fondo en el infinito de un discurso que no pretende demostrar nada, no busca “narrar”, sino que se dedica a mostrar o, más exactamente, a hacer caer en una trampa al lector por medio de una rendición de cuentas minuciosa, que evidencia en Pierre Guyotat – no importa qué opinión podamos tener de su obra – cuando menos una capacidad de alucinar que sólo alcanzan muy pocos escritores.
De este texto, en el que la nota casi exclusiva es un erotismo exacerbado, de estas cartas puestas sobre la mesa hasta el punto de parecer tan sórdidas como una muestra de pruebas incriminatorias en el despacho de un magistrado o de un policía, está claro que se desprende una poesía sin complacencia. Esto es debido a que las cosas se toman de un modo al que le son extraños los matices psicológicos y que uno no puede siquiera calificar de “biológico” (lo que sería bastante restrictivo y correría el riesgo además de sugerir un vitalismo cercano al panteísmo), modo que es, en realidad, el de un contacto puro y desnudo – exento de interpretación oculta – con los cuerpos vivientes y con los objetos fabricados que constituyen sus cáscaras o sus apéndices.
Puestos en juego de manera equivalente (o poco le falta), seres y cosas, en efecto, se dan aquí nada más que por lo que son en la realidad estricta de su presencia física, animada o inanimada: hombres, bestias, vestimentas y otros utensilios lanzados en una mezcla de alguna manera pánica, que evoca el mito del edén porque éste tiene manifiestamente por teatro un mundo sin moral ni jerarquía donde el deseo es rey y donde nada puede ser declarado precioso o repugnante.
Poesía implícita que deja paso a veces a una poesía explícita: momentos en los que, bajo el magma que sólo agita la búsqueda de saciedad que lleva a cabo cada uno de los protagonistas, una palabra humana se hace día, tanto más emocionante cuanto parece emerger – como por un milagro – de una capa de existencia donde cualquier palabra es abolida.
Michel Leiris
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